Su amante durante una semana

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(actualizado a fecha: Sep 18, 2024 07:28:20 UTC – Descripción)

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CLEMENTINA estaba de rodillas y cubierta de motas de polvo y excrementos de ratón cuando él entró en la tienda. Sabía que era un «él» porque años de escuchar a los novios dudosos de su madre yendo y viniendo por la noche la habían convertido en una experta en pisadas. Había muchas cosas que se podían saber de una persona por su forma de caminar. Si era confiada o tímida, furtiva o abierta. Amigo o enemigo.

Este hombre tenía una pisada firme y decidida. Un andar que no se metía en mis asuntos y que hacía que a Clem se le erizaran los pelos de la nuca y temblara. Ya había oído esa pisada antes. Diez años antes.

No te reconocerá. Has cambiado tanto. El diálogo interior no le servía de nada, porque Clem sabía que, aunque había perdido peso, había conseguido controlar su piel y se había domado y aclarado el pelo, por dentro seguía siendo aquel zepelín de dieciséis años, torpe, torpe y con granos.

La de la madre destructora de hogares.

Clem se levantó y se limpió las manos en los pantalones negros. ¿En qué puedo ayudarle? También se había librado del acento norteño. Pero no la actitud. Ni del resentimiento. Bueno, tal vez no tanto un chip. Más como un árbol. Un bosque.

Alistair Hawthorne la miró. Pero eso no era nada nuevo. Siempre la había mirado por encima del hombro, literal y figuradamente. Él medía 1,80 y ella 1,70, así que mirar hacia abajo era su única opción, a menos que ella llevara tacones de vértigo. O zancos. No era exactamente el tipo de cosa que Clem quería llevar mientras subía y bajaba por la escalera de una estantería en busca de una rara edición de Dickens, Hardy o Austen.

Ahora que lo pienso, los zancos podrían funcionar…

«¿Dónde está tu hermano?

Como gambitos de apertura fue, no era flash. O amistoso. No es que Clem esperara algo amistoso. No después del incidente del dormitorio. En retrospectiva, había sido una tontería esconderse allí después de volver de aquella humillante cita en una fiesta. Pero la habitación que Alistair había usado de niño había sido el único espacio tranquilo de la casa y tenía su propio baño que nadie más

usaba. El lugar perfecto para lamerse las heridas aún abiertas por la vergüenza. Un lugar donde acurrucarse en posición fetal y autoflagelarse por haber sido tan crédulo como para caer en la pueril osadía de un adolescente de «acostarse con la gorda».

Grrr. No es que le hubiera explicado nada de eso a Alistair. No le había dado ninguna oportunidad. Cuando la había encontrado acurrucada en su cama, después de su ducha de castigo que no había conseguido que se sintiera limpia, había asumido que era ella la que le estaba haciendo una jugada. «Igual que tu puta madre». Las palabras aún le escocían. Nunca nadie le había hablado así, ni siquiera algunos de los espeluznantes novios de su madre. Aquellas palabras habían quemado una marca de amargura en su alma. Aquellas palabras habían calado la vergüenza en sus huesos hasta hacerlos doler.

¿Por qué quieres saber dónde está Jamie? preguntó Clem, intentando no distraerse con su aspecto. Cómo olía. Estaba a medio metro de distancia y, sin embargo, ella percibía un intrigante rastro de cítricos. Cítricos afilados con una nota de algo más. Algo oscuro y misterioso. Incognoscible.

Su mandíbula se movió como si estuviera mordiendo las muelas con fuerza suficiente para partir una nuez de Brasil. O un tornillo. No te hagas el inocente conmigo. Sé que lleváis semanas conspirando para esto».

Clem arqueó una de sus cejas. Estaba muy orgullosa de lo elegante que parecía: una combinación de bibliotecaria severa y aristócrata altiva. Las gafas que llevaba para leer lo hacían aún más auténtico. ¿»Esto»? Incluso su voz tenía la inflexión justa de «¿hablas en serio?».

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